El fin de semana deja una estadística oscura y una pregunta incómoda sobre la mesa del Ejecutivo: ¿Quién tiene el control de la calle en Río Gallegos?
La violencia ha pasado de ser un problema de delincuencia organizada a un fenómeno crónico de inestabilidad social, donde los conflictos se resuelven con puñaladas y golpes contundentes.
El fracaso de la prevención
Los dos hechos que conmocionaron la ciudad—el homicidio por riña en Castagnino y la brutal agresión al menor de 16 años en Ameghino y Coronel Villegas—evidencian un rotundo fracaso en la prevención. No son crímenes sofisticados, sino actos de violencia interpersonal que la policía y los dispositivos de seguridad ciudadana no logran anticipar ni contener.
La ineficacia de la prevención tiene un costo doble, la pérdida de vidas, el homicidio por arma blanca, donde la discusión escala de manera letal, es el máximo indicador de que el respeto por la vida se ha desvanecido en ciertos círculos.
Por otro lado, tenemos la ruptura social, ya que en el caso de la agresión al menor, la reacción de los vecinos que se dirigieron al domicilio de los agresores, causando daños, es el grito desesperado de una comunidad que ya no confía en la respuesta estatal. Cuando la ciudadanía siente que la policía no actuará con la celeridad y la contundencia necesaria, se ve obligada a imponer su propia justicia, lo que crea un escenario de caos e ingobernabilidad que pone en riesgo a todos.
Gestión de crisis
La respuesta del Estado se ha limitado a una gestión de crisis—llegar después del hecho, detener a los involucrados y preservar la escena para la Justicia. Si bien la intervención judicial es necesaria (con el Juzgado de Instrucción N° 3 y el Juzgado Penal Juvenil asumiendo las causas), no aborda la raíz del problema, la proliferación de armas, el abuso de sustancias y la falta de contención social que alimenta estos estallidos de violencia.
La mala administración en materia de seguridad no solo se mide en el número de robos, sino en la calidad de vida. Cuando los vecinos deben elegir entre ser víctimas o ser justicieros, la ciudad ha perdido la batalla. El Gobierno debe pasar de la narrativa de la herencia a la acción concreta, se necesita un plan de seguridad pública que se haga sentir en la calle antes de que las riñas se conviertan en tragedias.